«Apresúrate lentamente»-(Suetonio).

«Se le habían roto los cristales de los anteojos y se le habían perdido las llaves. Ella buscaba las llaves por toda la ciudad, a tientas, en cuatro patas, y cuando por fin las encontraba, las llaves le decían que no servían para abrir sus puertas» (Eduardo Galeano -«El libro de los abrazos»)

  He leído este microrrelato varias veces. Cada una de ellas me ha llevado a más dudas que certezas. El por qué me centro en estas palabras del libro aún sigo sin saberlo, pero vuelvo a él, una y otra vez, cargada de los mismos interrogantes, sin explicación que me convenza. Puede ser que en el momento en el que pueda responderlas, consiga pasar la página sin sentir que me quedo atrapada en ella. 

  Esa mujer, que decide buscar a ciegas, o al menos sin la agudeza que parece necesitar para ir a ras de suelo, sustituyendo el sentido menguado por darle ojos a sus dedos, me genera intriga.

  Me pregunto cuál fue la causa que hizo que se rompieran sus lentes. Pudo recibir un golpe o tal vez fue una imprudencia. Quizá la premura creó el destrozo y la pérdida. Sabemos bien que hay que vestirse despacio si se tiene prisa. Y si es así ¿por qué corría? Había tal vez una urgencia. O fue la emoción de una cita a ciegas. Puede ser que el destino la avisó para que no perdiera la ilusión al ver que no tenía ante ella lo que soñaba a veces despierta.

  A lo mejor era una niña que jugaba con las llaves de su casa de muñecas, en una ciudad inventada, montada sobre la alfombra del salón en un hogar de puertas cerradas, donde adultos, a sus ojos ausentes, se esconden de la realidad.

  ¿Dónde daría a parar al traspasar el umbral? Puede que fuese la protagonista de un mundo de ficción donde las llaves hablan. O puede ser una vecina a la que el narrador observaba a la espera de que las llaves que encontrara fueran las de su corazón. Quizá la chica iba de camino a casa, un día normal, dentro de una vida cualquiera. ¿Qué encontraría al cruzar las puertas? Tal vez eran las llaves de un despacho cargado de monotonía, o las de un hotel donde le esperaba el amante impaciente, o las del banco donde trabaja y ese día decidió robar. Acaso era Bea que iba al «Cementerio de los Libros Olvidados» a esperar a su amado Daniel (La Sombra del Viento).

  Y si esas llaves no abrían sus puertas, ¿qué otras cosas abría y a quién pertenecía las que encontró perdidas en la misma ciudad?¿Estaría buscándolas su dueño?¿Tendría éste en su lugar las de ella?

  Galeano decía que quería ser capaz de mirar lo que no se mira, pero que merece ser mirado, las pequeñas cosas de la gente anónima, ese micro-mundo donde él creía que se alienta la verdadera grandeza del universo, y al mismo tiempo, ser capaz de observar ese universo desde el ojo de la cerradura, es decir, desde las cosas chiquitas, asomarse a las cosas que son más grandes, los misterios de la vida.

  Es probable que Eduardo dejase en el relato las llaves perdidas de muchos de sus lectores, para que a través de él pudiésemos ser capaces de abrir las puertas que aún no hemos abierto. Quizá tú ya encontraste tus llaves. Yo, seguiré buscando entre sus líneas las mías.

Deja un comentario